Pocas cosas quedarán a estas alturas por decir sobre el cine de Richard Linklater, sobre su capacidad de reflejar el paso del tiempo y su reivindicación de la levedad cotidiana que termina por construir una vida. Tampoco, y especialmente después de Boyhood, debió haber crítico alguno que se abstuviese de hablar de su exquisito gusto por la música: el proceso de crecimiento que pudimos observar durante esas tres horas estuvo bien maridado de un viaje sonoro que nos llevó desde Blink 182 hasta Wilco, Yo La Tengo o Moreno Veloso: madurar se suele madurar en todo. Cierto es que no todos los directores saben crear bandas sonoras con identidad propia, aunque tampoco es una rara avis; lo que es menos frecuente, sin embargo, es lo que Linklater ha orquestado en esta última película que lleva por nombre una canción de Van Halen, ‘Everybody wants some’, en España traducida como ‘Todos queremos algo’: el estadounidense acaba de estrenar lo que Javier Ocaña ha calificado, y con razón, como una carta de amor a la música.

La llegada de Jake al campus al ritmo de ‘My Sharona’ a todo volumen con una caja de vinilos como casi único equipaje nos quiere advertir del papel protagonista que estos discos van a asumir no solo como un miembro más del equipo de béisbol, sino como el hilo conductor en la búsqueda de identidad de un grupo que vive en la celebración permanente del más mínimo detalle. Es el propio Jake quien es capaz de señalarlo a mitad de película, cuando desde un rincón de un concierto punk se declara culpable de la hipocresía sonora en la que están incurriendo con tantos vaivenes musicales; Finn, que lee a Kerouac en sus horas libres y quizás por ello es el único que se permite filosofar un poco entre tanto exceso, le rebate con una claridad incuestionable en una reivindicación a lo no solemne: cuando tienes tantas ganas de todo la coherencia no importa demasiado, porque pillar se pilla igual de bien con rock, con música disco, country o en un pogo.

Los 116 minutos que narran el fin de semana del equipo de béisbol antes de empezar las clases son una clara expresión del hedonismo juvenil, del triunfo de los sentidos por encima de la intelectualidad, de la diversión y de las ganas de follar. Su enorme debilidad radica en la exclusividad masculina de este hedonismo, en la falta de personajes femeninos interesantes como los que el director ha sabido crear en otras ocasiones –Celine en la trilogía ‘Before’ podría ser el caso más representativo– que hubiesen aportado el contrapunto para reflejar un retrato de la juventud ochentera estadounidense más auténtico que simplemente lleno de nostalgia. Esta vez, sin embargo, nos hemos quedado con un man’s man’s world universitario en el que las mujeres no tienen ni voz, ni voto, ni mucho cerebro. Y mira que ganas de follar también tenían.