Por Quim Coll

Aviso para navegantes: esta va a ser una crónica, si cabe, más subjetiva. Después de lo que Arcade Fire hizo el martes en la Sala Razzmatazz de Barcelona he estado un par de días sin palabras. Aún sin asimilar completamente lo que pasó, lo único que sé es que fue el concierto de mi vida. Así que empecemos por el principio, porque va para largo.

Pasemos un poco por encima la actuación de los teloneros, Little Scream, cuya actitud y la aparición sorpresa de Richard Reed Parry, uno de los principales miembros de Arcade Fire, para cantar en uno de sus temas no sirvió para salvar al público del tedio. La gente que fue suficientemente afortunada como para comprar una entrada en los dos minutos que duraron, iban a lo que iban, al plato fuerte de la noche. A las 21:30 puntuales subió la banda al completa al escenario; liderada por Win Butler y Régine Chassagne, majestuosos y altivos, y seguidos por su familia; Will Butler, Richard Reed Parry, Tim Kingsbury, Jeremy Gara, Sarah Neufeld y, como invitado especial, Owen Pallet, ex-miembro fijo de la banda, ahora dedicado la producción y a sus proyectos personales, y los músicos haitianos que acompañaron al grupo durante el Reflektor Tour. El escenario parecía más bien austero (exceptuando la enorme cantidad de instrumentos que la banda necesita) en comparación con su última visita a nuestro país, en el Primavera Sound 2014, se veía vacío, y realmente parecía que aquello sería un concierto de calentamiento, pero nada más lejos de la realidad.

Los canadienses tardaron ocho notas en llenar el escenario por completo. Las ocho notas que introducen ‘Ready To Start’, empezando sorprendentemente el que sería uno de los mejores sets de la banda desde sus inicios. Con Win al piano, la banda siguió con uno de sus buques insignia, ‘The Suburbs’, seguida del precioso epílogo de su maravilloso tercer disco homónimo, ‘The Suburbs (Continued)’. Cerraron la primera parte del set con una de sus canciones más bonitas, ‘Sprawl II (Mountains Beyond Mountains)’, donde Régine brilló con luz propia. Siguieron con temas de su álbum más reciente, Reflektor, tocando cuatro de sus canciones más destacadas: ‘Reflektor’ (bonito gesto de Win Butler rezando en el trozo de la canción dónde canta el fallecido David Bowie), ‘Afterlife’, y las reivindicativas ‘We Exist’ y ‘Normal Person’.

La banda estaba pletórica, seria, consciente de que estaban dando uno de los mejores conciertos del año, y el público respondía como era debido; una locura generalizada. Continuaron con su segundo (e infravalorado) disco, Neon Bible, y tocaron ‘Keep The Car Running’, la maravillosa ‘Intervention’ (aún me caen lágrimas), y por primera vez desde 2012, ‘My Body Is A Cage’, la canción que cierra el disco. Después de ‘We Used To Wait’, un tema menos conocido, Arcade Fire sacó la artillería pesada con lo que, según la propia banda en su concierto del Reading Festival 2010, es lo más cercano a un hit que tienen, ‘No Cars Go’. Las gargantas de toda la sala se unieron en una (literalmente), la fusión entre la banda y el público era inminente e imparable, culminando en la representación de cuatro temas del que, otra vez personalmente, es uno de los mejores discos del siglo XXI; Funeral. Régine volvió a coger el micrófono para cantar a su país natal, ‘Haiti’, y luego la banda enganchó una de sus canciones más bonitas, ‘Neighborhood #1 (Tunnels)’ con dos de sus temas más potentes, ‘Neighborhood #3 (Power Out)’ y ‘Rebellion (Lies)’.

Hasta aquí, Arcade Fire había dado el concierto del año en Barcelona, con la honrosa excepción de la clase magistral que dio Radiohead en el Primavera Sound. La Sala Razzmatazz vivió la mejor noche de su historia, fue una celebración, una comunión. Fue algo religioso. Win Butler, vestido absolutamente de blanco, solo necesitaba una cruz de neón detrás de él para ser el pastor musical que el mundo necesita. Llegados a ese punto, los 2.500 asistentes del concierto nos hubiéramos tirado por un precipicio si la banda nos lo hubiese pedido. Pero, como os podéis imaginar, aún tenían dos ases en la manga.

El escenario se llenó de personas bailando con las cabezas de papel maché que aparecen en el videoclip de Reflektor para ‘Here Comes The Night Time’, y Razzmatazz se convirtió en una fiesta. El grupo, ya relajado del todo, sonriente y triunfante, animó a la sala con ritmos caribeños y cañones de confeti. Entonces se despidieron del público, aunque sabíamos que faltaba algo. Faltaba el himno del grupo. Faltaba ‘Wake Up’. Si Arcade Fire es una religión, Win Butler es su pastor y el público son los feligreses, el himno de la iglesia sería ‘Wake Up’. La banda lo sabe, el público lo sabe, todo el mundo lo sabe. La canción no decepcionó, no hubo una persona en la sala sin cantarla, el grupo prácticamente ni se oía, la comunión entre banda y espectadores era completa. Entraron en la Razzmatazz 2.500 personas y una banda canadiense, y salieron un solo ente, un solo ser, una sola alma. Win, Régine, Will, Richard, Tim, Jeremy, Sarah, Owen y los músicos haitianos; todos estaban sonriendo, irradiando felicidad, eternamente agradecidos por la noche que acababan de pasar. El público, entre lágrimas, sonrisas y abrazos, exhaustos pero felices, con el concierto marcado a fuego en su cabeza. Desde mi perspectiva, el concierto de mi vida, y estoy seguro que no soy el único que lo piensa.

Arcade Fire es algo más que un grupo de música. Es más importante que eso. Suena a tópico, lo sé, pero Arcade Fire han conseguido crear con sus composiciones algo superior a lo establecido. Win Butler está delante de la mejor banda en activo (con la excepción de Radiohead) y es conocedor de ello, y no es algo que le ponga nervioso. Ni a él, ni a cualquier otro miembro del grupo. Todos saben perfectamente lo que hacen y lo que quieren, que, casualidad o no, coincide exactamente con lo que quiere su público: hacer más música, mejorar cada día, cambiar el panorama, volar las cabezas de todos sus oyentes canción a canción. Hablo con el corazón en un puño cuando digo que en mi vida voy a ver una banda parecida a ellos, altivos pero humildes, soberbios pero entregados, serios pero divertidos, pero por encima de todo, genios. Cambiando continuamente de instrumento entre canción y canción, dominando a la perfección cada uno de ellos. Con carisma, con atrevimiento, con mala leche, con dulzura, puro sentimiento. Genios, todos y cada uno de ellos. Es sólo uno de los factores que hace de Arcade Fire la mejor banda empezada en el siglo XXI. Es uno de los factores que hace de Arcade Fire una religión.